El día comenzó temprano y salimos en el auto de Angie y Stephan rumbo a Amberes. Aunque la autopista no tiene el encanto de las vía del tren, por momentos la vista es increíble. Verde muy verde entrando en Bélgica, la vieja oficina de migraciones ahora abandonada me recuerda lo que la Unión Europea significa. Pasas de un país al otro sin explicación alguna. Los árboles, enormes y erguidos están prolijamente acomodados formando bosques. Las casas típicas que ya había visto, se disponen ahora en tierras más llanas, solo un poco. Son como aldeas, grupos de casitas coloridas más o menos iguales rodeadas por enormes extensiones que forman pequeñas montañas, parecen medanos de pasto y tierra. Cada uno con una tonalidad distinta. Esta vez lo que llama mi atención son las torres que generan energía eólica. Son los molinos de algún Quijote moderno en un lugar distinto a La Mancha. La autopista sube y baja casi como en una carrera de videojuego. Cada tanto algún túnel parecido a los de las películas. El verde se vuelve blanco en zonas todavía nevadas.
Alrededor se ve naturaleza por todos lados, pero al mirar una segunda vez, como si te frotaras los ojos, la opinión es otra. Es el hombre quien durante siglos rediseño la naturaleza, nada es producto del azar. Todo se nota prolijamente planeado.
Llegamos a Amberes, y me quede casi muda. Porque muda creo que es imposible. Es una ciudad de callecitas empedradas curvas y contra curvas esconden barcitos y negocios. Monumentales edificios albergan la historia de una Bélgica que supo ser escenario clave de la guerra. La Catedral es magnífica, pero como se exponen obras de arte de Reubens te cobran para entrar. Lo que es verdaderamente chocante es que te cobren por entrar a la Iglesia. Solo un pequeño pedazo esta abierto para quienes quieran rezar. Indignada seguí mi camino porque era poco el tiempo que tenía hasta partir a Bruselas.
El castillo que contiene al museo marítimo en el muelle te hace pensar en cuentos de princesas encerradas en torres. Comí waffle con café en la calle y me devolvió el alma (o el calor al cuerpo que es más o menos lo mismo). Podría haberme quedado horas sacando fotos de que cada calle, amo los pasajes y Amberes parece una ciudad de pasajes perdidos.
Llegue a Bruselas antes de las 16, tome el subte (para nosotros los argentinos para el resto metro). Acá las máquinas no ofrecen español así me las arregle con el inglés. Llegue a la estación central para averiguar por mi pase para recorrer Bélgica, Holanda y volver a Luxemburgo. Debo decir que es comparable con hacer un trámite en la AFIP. Así que siguiendo la comparación recién mañana voy a sacarlo. Luego Bruselas se me hizo “la dura” y un sexto sentido o pura suerte fueron más útiles que mi mapa para llegar al hostel. Complicado recorrer esta ciudad que se parece a su hermana belga pero en grande. Ninguna calle es derecha y las esquinas a veces no son esquinas. Son otra calle cortita que tiene un nombre diferente. Hay muchas líneas de subte, colectivos, tranvías y trenes así que hay que hacer un curso para entender dónde uno está y hacia dónde va. Aún así resulte triunfante y milagrosamente no me perdí. Mañana sacaré fotos.
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